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lunes, 21 de noviembre de 2022

La escuela, ese país extranjero...

 * https://ctxt.es/es/20221101/Firmas/41356/Xandru-Fernandez-terraplanismo-telescopio-fotografia-vision.htm?fbclid=IwAR1cTrF7B2fHEmspuwqhFifRf0xUZ8oDg-MoPIHCpTmLLWUkcb-kC91P-z8


La escuela, ese país extranjero

Rechazar las virtudes de una reforma educativa porque no pone el acento en la excelencia es asumir que no hay mejor sistema que la transmisión directa del capital cultural asociado a la clase social

Tenemos un amigo que es profesor de Secundaria. ¿Quién no tiene un amigo que es profesor de Secundaria? A nuestro amigo le hemos oído decir, muchas veces: “Yo ya he sobrevivido a tres reformas educativas”. ¿Recuerdan la cara que pone cuando lo dice? Es un gesto triunfal, con algo de cinismo y una pizca, también, de autocompasión: se cree un superviviente, en efecto, y es natural que quien ha sobrevivido a una agresión se sienta, a la vez, afortunado por haberla superado y afrentado por haber sido agredido. También las catástrofes naturales y las leyes educativas: se experimentan, de suyo, como una agresión de no se sabe quién con tampoco se sabe qué intenciones.

Tiene razón nuestro amigo el profesor: es un superviviente. Si lo que dice (y yo creo que lo dice) es que lleva veinte años dando clase de la misma manera sin que ningún cambio legislativo haya variado lo más mínimo ni sus métodos ni sus criterios, es evidente que lo es: sigue habitando el mismo hábitat, conviviendo de manera más o menos conflictiva con nuevas especies de profesores que tienden a resaltar su condición de fósil viviente y a los que aspira, con todo, a contagiar de su sabiduría, a abrirles los ojos y sacarlos de la caverna platónica en la que están encadenados, abducidos por la palabrería de los pedagogos. Menos mal que está él para iluminarlos con la luz de la razón.

Ese amigo nuestro, el profesor, el que en el vermú de los domingos nos deleita con jugosas anécdotas de sus clases o hilarantes respuestas de sus estudiantes, no es, se lo aseguro, excepcional ni anecdótico: son muchos los supervivientes, lo que no tiene por qué ser una mala noticia. Pero tampoco es representativo de la mayoría del profesorado, eso también se lo aseguro. Los profesores son, somos, como cualquier especie de mamífero asalariado, muy diferentes, polícromos y polimorfos, diversos y perversos. Todos queremos tener razón, y lo peor de todo es que tenemos un espacio (el aula) y un tiempo (la clase) donde imponerla a un grupo de congéneres indefensos. Pero tal vez sea solo eso lo que tenemos en común. Somos diferentes hasta en la idea que tenemos de nuestro alumnado, y eso sí que es llamativo: se supone que esos congéneres (presuntamente) indefensos son todos iguales, o muy parecidos, y es por ello que se puede legislar sobre la forma de tratarlos, la educación que darles, cómo motivarlos y seducirlos, cómo hacer que aprendan y qué queremos que aprendan. Y para qué, claro. Para qué lo queremos, pero no nosotros, los profesores, sino ellos, los que mandan.

Mi amigo lleva veinte años dando clase de la misma manera sin que ningún cambio legislativo haya variado lo más mínimo ni sus métodos ni sus criterios

Ocurre, no obstante, que los que mandan también somos nosotros. Presuntamente. Las leyes educativas emanadas de las Cortes llevan el mismo sello democrático que todas las demás, y sin embargo todas, absolutamente todas, las recibimos como si fueran constructos ex parte, imposiciones de una minoría que no tiene en cuenta las necesidades ni los deseos del común. Quien así piensa, naturalmente, es nuestro amigo el profesor, que no recuerda que le hayan preguntado nada y que, con todos sus títulos y toda su sabiduría, todavía se cree que las leyes educativas están para beneficiar al profesorado y no, como es el caso, al alumnado.

No creo que haya un solo médico en el mundo que ejerza la medicina con la finalidad de curarse a sí mismo. Sin embargo, es más que habitual que nuestro amigo profesor trate a sus pacientes, los alumnos, como apéndices de su propia curación. Lo que hace en el aula no es, aunque él lo crea, enseñar; no arregla ni corrige la ignorancia o la impericia de ese grupo de adolescentes que, como su nombre indica, adolecen de esas carencias y acuden a la escuela en busca de remedio. Lo que hace es simular el acto de enseñar, representar el papel de profesor, en muchos casos imitando, simplemente, al profesor que él tuvo en el BUP, o en el PREU, o en el Liceo de Atenas.

No toleraríamos que el médico se pusiera a recetar sin preguntarnos qué nos duele, que nos diagnosticara sin análisis ni pruebas, sin mirarnos siquiera. O no deberíamos tolerarlo, que esa es otra. Tampoco veríamos con buenos ojos que nuestra amiga médica (pues todos tenemos una amiga médica), esa que a veces le ríe los chistes a nuestro amigo profesor pero que en otras ocasiones le mira como flipando, hiciera comentarios jocosos sobre la jerga ininteligible de los libros de anatomía, las teorías delirantes de los hematólogos y los obstetras o las patrañas que difunden los pediatras y los neurólogos, calificándolos a todos de “lumbreras”. Sin embargo, vemos normal y corriente que un profesor lo ignore todo sobre pedagogía, e incluso que presuma de ignorarlo y se cachondee de la terminología y las discusiones de los especialistas. No se siente interpelado ni aludido: lo suyo son las matemáticas, o el inglés, o la filosofía, y en eso se considera (y con razón, estoy seguro) experto, pero aún entiende que la manera en que esa sabiduría se transmitirá a sus alumnos es la misma por la que le llegó a él, una especie de transfusión del conocimiento que Platón (que no solo escribió la alegoría de la caverna, por si estos días pensaban ustedes lo contrario) rechazó en el Banquete:

“¡Ojalá, Agaton, que la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar de un espíritu a otro, cuando dos hombres están en contacto, como corre el agua, por medio de una mecha de lana, de una copa llena a una copa vacía!”.

Vemos normal y corriente que un profesor lo ignore todo sobre pedagogía, e incluso que presuma de ignorarlo y se cachondee de la terminología y las discusiones de los especialistas

No me entiendan mal: quiero mucho a mi amigo el profesor, a veces lo quiero tanto que pienso que somos la misma persona. Pero el cariño no implica reírle todas las gracias, darle la razón en todas sus ocurrencias ni aplaudirle todos los discursos como si por su boca hablara la civilización europea. O quizá, exactamente al revés, porque es justo la civilización europea, con todo su clasismo y su racismo, con todo su sexismo y su vesania imperial, la que habla por su boca, y no el excelente profesor que demuestra ser cuando la ocasión lo requiere.

¿Cómo lo hace, nuestro amigo el profesor, para ser buen profesor? Pues verán: lo hace de la misma manera que aquel amigo de nuestro abuelo que era antropólogo. Se parecen mucho, estos dos: ambos se mueven entre seres humanos que aparentan ser iguales que nosotros pero no lo son. Son extraños, extranjeros, aunque para ellos (y para cualquiera que vea la situación desde fuera y sin prejuicios) los extranjeros seamos nosotros. El profesor y el antropólogo irrumpen en la vida de esas personas, interrumpen sus rutinas y sus juegos, preguntan y juzgan, coaccionan. No hay antropólogo que no haya dejado una huella, más o menos duradera, más o menos profunda, en la cultura que estudió. Tampoco profesores que pasen por las vidas de sus alumnos sin alterarlas siquiera en lo más superficial, aunque sea como objeto de burla o desprecio. Y otra cosa: algunos amigos de nuestro abuelo antropólogo, que también eran antropólogos, consideraban que esas culturas extrañas se podían estudiar y comprender sin salir de casa, simplemente leyendo los informes de los viajeros y los exploradores. El equivalente de esos antropólogos de gabinete son los profesores que aún creen poder dar clase sin saber nada del alumnado, como si fuera lo mismo impartir docencia en un entorno industrial que en uno rural, a alumnos de clase media que a alumnos pobres. El teorema de Pitágoras es el mismo, dice nuestro amigo el profesor. Pues no, no lo es. Porque en el barrio pobre es bastante habitual que el teorema de Pitágoras no llegue a ser. No tenga lugar.

¿Cómo es posible que tantos profesores ignoren el poderoso agente de selección social que es la escuela? ¿Cómo se explica que tantos profesionales bien preparados y entregados al bienestar de sus alumnos no sepan nada de cómo se transmite el capital cultural, de qué manera la uniformización de los saberes y los métodos convierte a la escuela en una especie de pesca de arrastre que deja fuera de sus redes a los más vulnerables? ¿En qué está pensando ese profesor que le baja la nota a un alumno porque no trae a clase los materiales (el compás, la libreta, el puerto USB) sin preocuparse de averiguar si los tiene, si puede permitírselos? Y ya puestos ¿cuánto hace que ese profesor no se lee una ley educativa? Pues no es la LOMLOE la primera en establecer que lo que tenemos que evaluar es la adquisición de unas competencias, no la posesión de unas aptitudes ni el ejercicio de ciertas actitudes.

El pasado era mejor, no porque los alumnos aprendieran más, sino porque los alumnos éramos nosotros

La respuesta a todos esos interrogantes, si es que la hay, no está en mi mano. Pero creo que, en parte, tiene que ver con la manera en que los profesores somos extranjeros en el país de nuestros alumnos. Y esa manera de ser extranjero es la misma de cualquier adulto en relación con su propia adolescencia. No solo hemos olvidado quiénes éramos cuando estábamos a ese lado del aula, es que, además, recordamos demasiado bien y reproducimos sin demasiadas modificaciones lo que nuestros profesores hacían y decían desde este otro lado. Seres miméticos, nosotros. Es por eso por lo que cuesta tanto reformar el sistema educativo: porque su transmisión obedece a las mismas pautas de aprendizaje vicario que las tradiciones y las instituciones culturales, es remover prácticas individuales afianzadas en roles colectivos y en rituales de clase y posición de dominio. E implica, también, enfrentarse a los temores y temblores de nuestra propia memoria, poner en juego la nostalgia. Y nada en lo que intervenga la nostalgia puede dejar de ser conservador, nada: el pasado era mejor, no porque los alumnos aprendieran más, sino porque los alumnos éramos nosotros.

Volvamos al principio de estas líneas: “¿Quién no tiene un amigo que es profesor de Secundaria?”. La respuesta, me temo, es que la mayoría. La mayoría de la gente no tiene un amigo profesor, ni una amiga médica, por la sencilla razón de que esas profesiones, aún a día de hoy, se adquieren dentro de entornos socioeconómicos bien definidos y muy poco permeables. Por eso es tan sencillo desdeñar cualquier reforma educativa como una ocurrencia incompatible con nuestra memoria de los hechos: porque ninguna reforma educativa verdaderamente democrática estará hecha a la medida del alumno aventajado que un día fue ese profesor. Ni tiene por qué estarlo. Una reforma educativa verdaderamente democrática tendrá que poner los recursos en los más débiles, en aquellos a los que la escuela centrifuga porque, en efecto, no han sabido ni tenido la oportunidad de absorber el saber por una mecha de lana. Rechazar las virtudes de cualquier reforma educativa porque no pone el acento en la excelencia es asumir que no hay mejor sistema educativo que la transmisión directa del capital cultural asociado a la clase social en que uno ha nacido. Y para eso, ya se lo adelanto, las élites tienen y han tenido siempre la receta ideal: la desescolarización.

De momento, ya hay un texto legislativo que apunta en esa dirección y al que casi ningún medio de comunicación en España ha dedicado la menor atención: la Ley Orgánica 3/2022, de 31 de marzo, de ordenación e integración de la Formación Profesional. Tan Ley y tan Orgánica como la LOMLOE y sin embargo, ya ven, ausente por completo en el gran debate sobre las virtudes y los defectos del nuevo sistema educativo. ¿Cómo puede ser? Pues puede ser, sencillamente, porque el debate educativo en España es un debate sobre el capital cultural de las clases medias, sobre el valor de sus inversiones, y a nadie con amigos profesores y amigas médicas le importa lo más mínimo el futuro de los chicos y las chicas de la Formación Profesional. Ni ahora ni nunca. Pregúntense, si no, cómo es posible que en los últimos años, en las últimas décadas, ninguna propuesta progresista en educación haya insistido o siquiera sugerido que haya que dar latín o filosofía en los ciclos formativos de grado medio. ¿Para qué quieren saber latín o filosofía los que van a ser electricistas o mecánicos?, dice nuestro amigo profesor (se lo he oído). Pero ¡ay como digas lo mismo de los que van a ser médicos o biólogos!: entonces todo son cánticos al papel transversal, crítico e integrador de las humanidades. Pero solo para las clases medias, por lo visto. Si esas teorías tuvieran el más mínimo sentido, intentaríamos aplicarlas también en los talleres.

No se equivoquen: su amigo el profesor no es ningún psicópata, ni es un mal profesional, ni es un vago (profesores vagos los hay, he conocido unos cuantos, pero son, por fortuna, una minoría despreciable, también en el sentido estadístico de la palabra), y en muchos casos es persona de hondas convicciones progresistas (o conservadoras, pero hondas también). Y lleva razón, casi siempre, cuando dice que la administración educativa no le tiene en cuenta, y cuando insiste en que ninguna ley se alimenta solo de intenciones y vocabulario experto, que también es necesario apuntalarla con inversión pública, bajar las ratios, dignificar los lugares donde nuestros alumnos y alumnas pasan la mitad de sus días, reducir la cantidad de horas lectivas del profesorado. Su problema, que lo es porque se convierte en el problema de miles de estudiantes a los que se bloquea sistemáticamente la posibilidad de disfrutar de un sistema educativo inclusivo y democrático, es que se creyó un relato que no estaba construido a la medida de tantos. Ya es hora de empezar a superarlo.

AUTOR >

Xandru Fernández

Es profesor y escritor.

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 @xandrufernandez


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